EL LECTOR PERFECTO

                                                       TOMÁS J. REYES

 

 

 

 

 

                                                      “Los eruditos son los que han leído en los libros;

                                                      pero los pensadores, han leído en el libro del universo”

                                                                                                             A. Shopenhauer

 

            

 

                                  

I

Miré por la ventana y vi a R en la entrada del edificio. Se lo dije al psiquiatra y esperé a que hiciera algún gesto o dijera algo, pero permaneció con la vista clavada en un reloj mural sin manillas. Era mi primera visita y la actitud del médico me descolocó, como si por puro capricho me hubiera desplazado al plano de lo invisible. Pero al revés de lo esperado, el comportamiento del médico me hizo sentir con ciertas libertades y aproveché para alejarme unos pasos y explorar la pecera junto a la muralla.

Entonces, comprendí la razón de aquel cubo transparente en plena consulta. Me relajaban los movimientos de los pececitos entre las algas falsas y el coral de plástico. Bastaron unos cuantos segundos de relax para confesarle al doctor que R me seguía como si le debiera algo importante, algo que necesitaba recuperar por las buenas o las malas, sin embargo, él continuaba mirando aquel reloj insulso.

Estuve a un segundo de largarme para no volver, pero como si supiera con exactitud lo que pasaba por mi mente, intervino con la misma voz cavernosa y amable que me saludó a la entrada. Preguntó si realmente le debía algo al tal R o era solo un modo de plantear el asunto. Pensé que había entendido poco o nada del expediente que tenía entre manos, aunque luego, más por cortesía que por creer en el cometido del médico, le aseguré que a R no le debía cosa alguna y que apenas nos conocíamos.

Lidiar con psiquiatras no ha sido fácil, he pasado demasiados años en tratamiento y creo conocerlos lo suficiente como para saber que dicen casi nada y oyen solo una parte: lo que les sirve para clasificar al tipo raro que tienen al frente. Además, les he pagado dinerales por su compañía, para que escucharan y compartieran, pero me han tratado como a un paciente cualquiera: un par de recomendaciones, dos recetas y hasta la próxima.

Sin embargo, había escuchado buenos comentarios del doctor Facundo Fuentealba, por eso lo elegí. Decían que era diferente, que los años lo habían transformado en una persona más humanitaria, en alguien que realmente escucha. Ha demostrado actitudes distintas, lo reconozco, algo en el modo de acoger al paciente, en la manera suave de hablar, como si te invitara. No miento cuando digo que, por primera vez, me han dado ganas de volver a la consulta y decir lo que creo, imagino o siento.

Es más, me sentí acogido desde ese primer día. Por eso dejé de mirar los pececillos y fui hasta el sillón que me fue asignado, por eso y porque de pronto pareció como si se hubiera activado algo en la mente del médico, y preguntó:

—¿Desde cuándo le visita R?

—No sé —dije como para ganar unos segundos y contabilizar un tiempo que me había parecido larguísimo, pero en la realidad no pasaba de ser unos cuantos meses.

—Siete meses —agregué sin tener la certeza.

—¿Está seguro? —preguntó, y esa pregunta que parecía tan simple, me descolocó y demoré varios minutos en responder.

—No lo sé. Es posible que lo haya visto mucho antes, no puedo precisarle cuando. 

—¡Usted le teme a R! —exclamó con una seguridad pasmosa y apuntándome con el índice.

—Al principio le temía mucho, pero fui acostumbrándome a sus apariciones, el temor vuelve cuando R se torna impredecible, maligno.

—¿Cómo que maligno?

—Quiero decir que aparece donde no puede ni debe, se burla, no sé.

—No entiendo esta visita tan rara.

—Apenas habla.

—¿Cómo que no habla?

—Lo hace, pero en un idioma incomprensible.

—Ah, y usted deduce que le cobra alguna cuenta desconocida—dijo, tocándose la barba blanca y el pelo alargado hasta una cola.

—Pero a veces le entiendo, es como si él tuviera otras formas de comunicarse.

—Uff—dijo el médico, y se quedó en silencio.

Pero las sesiones con Facundo Fuentealba no siempre fueron diálogos como el que acabo de referir, las más de las veces yo hablaba y él intervenía con una o dos palabras, como para guiar la conversación o más bien la confesión hacia los terrenos que le parecían más convenientes. Así logró que le hablara de mi familia destrozada, mi pasión irrestricta por la lectura y mi casa repleta de libros.

—Soy el más egoísta de todos los egoístas —le dije con desgarro— me hundo en el placer que me provocan los libros sin preocuparme de nada ni nadie.

Además, le acepté lo que nunca le hubiera aceptado a otro médico: me pidió que escribiera sobre mi vida, la memoria de mi relación con el mundo, y le respondí que sí. No sé si fue en la tercera o cuarta sesión, yo golpeaba con el índice el vidrio de la pecera observando a los pececillos naranjas que huían y a los amarillos que no, luego lo miré de reojo y dije:

—Sería bueno medir de alguna manera lo estúpido que he sido, comparar mi vida con la de otros.

—No tiene que ser tan duro —dijo, revolviéndose en el asiento —no es necesario ponerse en el lugar de los acusados.

—No se trata de ser duro, sino justo.

—No es un juicio, tampoco una autobiografía —se puso de pie y me apuntó con el índice —redacte un informe de hechos con significado personal, sin método.

—No sé si pueda.

—Inténtelo, es parte importante de su tratamiento. Necesita pensarse y no tiene por qué mostrar a nadie lo que escriba, ni siquiera a mí.

            Siguiendo las instrucciones del doctor, hoy me siento frente al escritorio vacío y las murallas repletas de libros. Partiré señalando que mi nombre es Gabriel Santillán y que fui un muchacho como cualquier otro hasta que mis padres me dejaron. Allí comenzó todo. Sepan también que cumplí cuarenta y cinco años el mes pasado, no tengo esposa ni hijos y no trabajo como los demás. Mi razón de vida son los libros, sobre todo los de ficción. Emulando a Neruda los leo, los mastico, los trago, los acaricio, los guardo, los acumulo. He vivido para leer lo que otros han soñado y quiero que lo sepan los lectores de estas páginas, no me arrepiento.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II

 

Guardo unas cuantas escenas sueltas de mis primeros años, escenas que no hacen más que confirmar la vida del burguesito estúpido que fui y que sigo siendo. Recuerdo a mi madre dejándose caer sobre la cama después de una discusión con papá, discusión de la que oí solo los gritos finales y luego el llanto que duró un día completo y quizá dos o tres.

 También recuerdo la cara de la abuela leyéndome cuentos antes de dormir, los típicos cuentos de príncipes, princesas y dragones. Todavía escucho su voz tratando de explicar lo incomprensible para un niño de cuatro o cinco años. La abuela murió poco tiempo después, pero de eso no tuve ni la más mínima noción, dejó de venir a casa y nadie me explicó nunca el motivo.

Recuerdo el antejardín con sus enredaderas y sus rejas de lanza. Allí me escondí cuando derramé un vaso de leche sobre el mantel bordado por la abuela, y que mamá usaba solo los domingos. Allí, tirado sobre el pasto, leí mis primeros cuentos y más tarde, lloré sobre las páginas de El ruiseñor y la rosa.

Miraba jugar a los demás niños en la calle, solo miraba. Más de alguna vez ellos se acercaron a pedirme que saliera y yo me quedaba en silencio, como si estuvieran en una dimensión distinta o a una distancia inalcanzable. Para mí no eran personas reales, ahora lo sé, los veía cual si fueran seres de juguete o una proyección en una de las pantallas de cine a las que iba regularmente con papá y mamá. El único mundo real y tangible bullía dentro de la casa.

Recuerdo también la cara redonda de Rosita, la muchacha que me cuidaba por las tardes y a veces el día completo. Todavía escucho su voz cantándome canciones de cuna, todavía siento sus manos acariciándome el pelo, y su olor, ese olor natural y tan distinto al de mamá, que siempre olía a perfume.

Me llevaba a comprar verduras frescas al almacén Santa Carlota, a cuatro cuadras de casa. Caminaba sonriente y saludaba a todos los que veía y todos nos saludaban, ese era uno de los motivos por los que me gustaba ir con ella, pero también porque me compraba dulces masticables a escondidas y me pedía que guardara el secreto:

—Gabrielito —así me decía, después de que se marchó nunca nadie me ha llamado de esa manera—,no le cuente a nadie, y menos a su mamá, porque a usted lo van a castigar y a mí me darán una “chanca de palos” que ni se imagina.

Mi madre me llamaba Gabito o Gabriel Alejandro, lo primero era una expresión de cariño que usaba siempre, y mi nombre completo, formaba parte del protocolo para dar una orden o corregir algún error cometido. También la recuerdo pasando el tiempo con sus revistas en el sofá o con amigas que la visitaban por lo menos un par de veces por semana.

 En los días tibios de primavera, se instalaba en la terraza, me sentaba en sus rodillas y leía un cuento o me hacía deletrear algún título en sus revistas. Después, me miraba jugar la tarde entera en los prados. Algunas noches, las más frías del invierno, me abrazaba para que entrara en calor y durmiera, todavía recuerdo sus palabras, sus canciones y el calorcito reconfortante de su cuerpo contra mi espalda. 

A mi padre, el de aquella época, lo rememoro enseñándome los primeros movimientos del ajedrez. Nunca me gustó aquel juego, afortunadamente el viejo se dio cuenta y abandonó su idea de transformarme en un “pequeño maestro”, como le gustaba llamarme.

Poco tiempo después, se propuso enseñarme a leer y se sentaba conmigo los sábados por la tarde y los domingos en la mañana. Dejaba ejercicios que Rosita y mi madre ejecutaban los demás días. Lo primero que leí por mí mismo fue el titular de un periódico, y mi padre dijo, recuerdo con exactitud sus palabras: “Ya está, aprendiste”. Durante el proceso, mi madre nos miraba desde lejos para no interferir.

Lo más hermoso de aquel aprendizaje fue oír los cuentos dramatizados por él. Creaba las voces de los personajes, me daba los ejemplos necesarios para comprender, es decir, adaptados a un niño de tres o cuatro años. En pocas ocasiones he disfrutado tanto la lectura como en aquellos días. A los seis asistí por primera vez a la escuela y ya leía correctamente.

Nunca fui tan dueño de mi casa y mis padres como en esa época. Cuando los recuerdo o los sueño, lo hago con el aspecto que tenían entonces, con la misma ropa, los gestos y palabras que usaban. Creo que fue mi paraíso, y como todo paraíso, se esfumó con el correr del tiempo y la llegada sorpresiva de la muerte.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

III

 

¿Cómo no recordar la primera visita al psiquiatra, dos meses después de muerta mamá? Acepté sin pensarlo, aunque en la puerta tuve miedo y no quise entrar. Me amenazaron con encierros, azotainas, hogar de menores y no sé cuántas otras penas del purgatorio o del infierno.

Según mis tíos, yo actuaba igual que un enfermo mental: solía esconderme en los rincones, hablaba solo y lloraba como si tuviera un océano dentro del cuerpo. Pensándolo ahora, treinta años después, hicieron exactamente lo que tenían que hacer, pues en los últimos ocho meses había perdido a papá y mamá, los seres que conforman y sostienen la vida de cualquier adolescente.

—Además —dijo tía Clarisa con su acostumbrada sorna—, ¿qué es eso de andar leyendo todo el día? La gente floja, los que no tienen nada que hacer ocupan horas y horas con los libros. El doctor tendrá algo que decir al respecto.

Con el temor de que me quitaran los libros, entré a una consulta demasiado brillante y ordenada; tan brillante y ordenada, que me dio la impresión de haber llegado a la oficina del Zancudo Valdés, el peor “come-niños” que he conocido nunca, director en la escuela donde cursé toda la enseñanza básica.

El recuerdo de aquel espécimen aumentó mis temores y revisé en detalle el lugar antes de ver al hombre calvo con lentes redondos. Nos saludamos brevemente, luego me lanzó el famoso ponte cómodo. Ahora sé que lo dicen todos los psiquiatras, pero en el momento parecía desubicado e inoportuno… ¿quién podría estar cómodo y relajado ante semejante situación?

 ––Ten confianza, has llegado al lugar preciso, estoy aquí para escuchar y ayudar en lo que pueda.

Su tono fue calmo, cadencioso, pero yo no me sentía bien. Entonces se produjo un silencio alargado, parecido a la lombriz que me mordía el cuerpo por dentro. Yo me retorcía los dedos con crueldad y me apretaba los labios de pura impaciencia.

Le susurré que no estaba contento allí, que prefería mil veces un rincón de mi casa y cualquiera de mis lecturas, pero no le dije todo, no le dije que después de muerta mamá, me costaba muchísimo trabajo concentrarme. El doctor aquel, se quedó mirando un punto en el vacío, como si no estuviera interesado en escuchar o el paciente no existiera.

Así y todo, le dije que mi madre se dejó morir de tristeza después del accidente de papá y que temía que me pasara lo mismo, le aseguré que solo las novelas lograban mantenerme en pie, y que el sufrimiento de los personajes parecía ayudarme a soportar mi propia pena.

Una vez que solté todo en una o dos bocanadas de aire, se quedó mirándome con una cara kilométrica, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar.

Luego se puso de pie, dio unos pasos alrededor mío y preguntó:

—¿Qué estás leyendo?

—Rayuela —respondí sorprendido, nunca pensé que pudiera interesarse en un detalle así y demoré más de la cuenta en completar la respuesta —la historia de Horacio Oliveira, un argentino que vivía en París.

—He escuchado hablar de ese libro, pero no lo he leído —dijo con los ojos más bien cerrados y mirando hacia la ventana.

—Los personajes van siempre tristes —dije.

—¿Es aquella novela que parece rompecabezas, verdad? —preguntó.

—Sí —respondí, y luego agregué —pero eso no es lo importante, lo que importa es la tristeza que aplasta a los personajes.

Quiso decir algo más, pero yo ya no estaba con él, me fugué hacia la pequeña estatua de una mujer desnuda en el rincón a la izquierda, justo al lado de un mueble repleto de libros.

            No recuerdo mucho más de aquel diálogo con el doctor González. A favor de él; he de señalar que finalmente me cayó simpático, que me hizo sentir bastante mejor. Pero lo más importante de aquellas primeras terapias, ocurrió dos meses después, en la tercera sesión:

—¿Sueles recordar los sueños? —preguntó de pronto.

—Sí —Respondí.

—Entonces debieras tener un cuaderno en el velador y anotarlos —sugirió —la memoria es frágil y deja ir detalles que pueden ser significativos.

—Lo haré —le dije fingiendo interés, pero en el fondo, pensaba que era una estupidez escribir más locuras de las que vivía a diario. Tiempo después, con las recurrencias y rarezas de algunas pesadillas, me decidí a escribir. Lo primero que plasmé en el famoso cuaderno fue aquella estatua de la mujer desnuda, el mueble repleto de libros y la ventana del doctor González abierta de par en par.

          …Avancé a la ventana y no hacia los libros o la estatua como me hubiera gustado. Divisé a un niño pedaleando sobre un triciclo azul. Iba con traje de tirantes y un sombrerito de paja. Yo lo veía desde atrás, alejándose. Calle sin pavimentar, casas altas y viejas, a punto de derrumbarse. Luego, sin mediar razón alguna, las cosas crecieron y se tornaron inalcanzables. Yo era el niño de cinco o seis años montado en aquel triciclo y avanzando con la incertidumbre dentro del cuerpo. Al mismo tiempo, era la primera vez que me aventuraba a la calle y todo me sorprendía. Fijé la vista en un tronco de acacia, en las arrugas que lo poblaban y en los miles de hormigas que aparecían y desaparecían entre la corteza. También miré los caserones con sus adobes descascarados y a la vista, las ventanas con los postigos cerrados, como si fuera la hora de la siesta en plena época estival. De pie, en una puerta angosta y alta, una mujer de ojos oscuros y pelo blanco, miraba al horizonte. Un horizonte de casas, no de aire ni de lejanías. Pasé por el lado y no me vio o no podía verme, fue raro porque daba la impresión de que estuviera paralizada y ausente, como si fuera parte de una fotografía. Eso es, sin darme cuenta, iba pedaleando dentro de una fotografía. Más allá, asomado a otra ventana, pero más alta, un niño miraba hacia un bosquecito mecido por el viento. Hasta mi nariz llegaba el aroma fresco de los eucaliptos. Observé durante unos segundos las hojas y al sol que luchaba por aparecer desde atrás de las hojas. El niño tenía una tristeza larga y como pegoteada en la cara, como si contemplara, en el futuro, su propio sufrimiento y el de todos sus descendientes. Yo, desde mi vehículo minúsculo, levanté los brazos y la cabeza hacia él, quería que me viera o me hablara y nunca lo hizo, nunca. De pronto, su cara se torció en una mueca de terror. Entonces volví a mirar hacia los árboles y vi al hombre oscuro, sobre todo la mirada terrible de aquel hombre junto a los troncos, ahora torcidos, hasta casi tocar el suelo. 

El doctor Fuentealba, casi treinta años después, leyó con atención las notas del sueño y dijo que el hombre del bosque y su mirada, parecían una premonición de R o una prefiguración. Me entregó una serie de razones psicológicas que no entendí ni quise entender. Me quedé en un silencio tenso por el que pasaron escenas de la infancia y la juventud, un silencio que buscaba desesperadamente imágenes, caras que se parecieran a R o que fueran definitivamente R. ¿Acaso estaba conmigo desde mucho antes de su llegada? ¿Lo sabría alguna vez?