SELECCIÓN DE CUENTOS BREVES

Rodrigo Jara Reyes

 


    

                              

  

 

                                    PASAJERO DEL ABRIGO

                                                 “Yo no hablo de venganzas ni de                                                       perdones; el olvido es la única                                                         venganza y el único perdón”  

                                                                      J. L. Borges.

 

            Vengo porque el rostro de aquel hombre no me deja vivir. Lo veo en todas partes, sueño con él. No me interesan las recompensas, señor juez, lo único que quiero es olvidarlo para siempre. Presencié su muerte en las circunstancias que le voy a narrar. Es lo único que nos vincula.

            La madrugada del doce de junio de 1986, recibí una llamada para buscar un pasajero en calle Los sauces. Llegué a las dos y esperé unos minutos fuera del 155.  La luz artificial le daba un color amarillento a la neblina, avejentaba los frontis de las casitas de madera y las trasformaba en la fotografía vieja de un pueblo abandonado. Varios minutos después, salió un hombre metido en un abrigo largo y oscuro. Saludó con una voz tan ronca y seca que me hizo saltar, más todavía cuando miré por el espejo y me pareció flaco, demasiado flaco, su cara huesuda y aquellos ojos extremadamente abiertos le daban el aspecto de un vampiro, por lo menos eso fue lo primero que se me vino a la mente.   Me pidió con amabilidad casi exagerada que lo llevara por Colón hacia la carretera. Le pregunté dubitativo si íbamos más allá de la Universidad, respondió que sí, “unos kilómetros más allá, a la entrada de un callejón que llaman El Atajo”. Un escalofrío me sacudió la espalda, en el lugar al que íbamos no existían casas ni nada construido y me pregunté como cualquiera en mi pellejo: ¿qué se puede hacer en la madrugada, con este frío y en medio del campo? Estuve a punto de negarme, pero no tuve el valor. Dejé que los hechos continuaran su curso y me lanzaran al agujero del que todavía no logro salir.

            Avanzamos por varios minutos en medio de la oscuridad misma y de pronto ordenó (porque eso fue lo que hizo, dar una orden) que nos detuviéramos junto a un árbol casi invisible en la niebla. Fue raro, porque me pareció el tono del cabo Ramírez, mi instructor en la época del servicio militar y lo miré con desconfianza. Creo que se dio cuenta, porque volvió a la amabilidad inicial para pedir que lo esperara asegurándome que pagaría bien. Acepté porque la platita me iba a salvar la noche y porque mi espíritu compasivo me obligó a no dejarlo tirado en medio de la nada. Pero el dinero prometido no impedía que tuviera miedo y más que miedo, un presentimiento, un vacío en la boca del estómago. Nunca hago caso de señales raras. Mi mujer dice que son avisos de Dios, pero yo he sido toda la vida porfiado, señor juez, y los porfiados siempre se salen con la suya.

            No supe en qué malabares anduvo por aquellos potreros y en una oscuridad que no dejaba ver ni la punta de los zapatos, tampoco me interesó saberlo. Me acomodé en el asiento decidido a dormir un poco, pero el frío y aquel temor extraño no me dejaron conciliar el sueño. Después de unos cuarenta, cincuenta o no sé cuántos minutos de espera, oí pasos acercándose. Se abrió la puerta del Opala y me pidió que lo llevara a la estación, que debía tomar el tren de las cuatro. Respiré con alivio al ver el edificio iluminado de la universidad, el humo de las fábricas y al advertir que las luces de San Cristóbal Navegante, transformaban en menos borrosos los sitios eriazos y las escasas construcciones de las afueras.

            Lo dejé a una orilla de la estación, frente al bar y restaurante Torino. El desconocido se despidió dejándome seis mil pesos, cantidad que en aquella época era un dineral. Lo miré subir los escalones creyendo que había hecho bien al llevarlo y esperar, pero al cabo de unos segundos la situación volcó hacia lo terrible. Un grupo salió desde el interior de la estación y, sin mediar palabra, acribillaron al pasajero del abrigo. Calló por la escalera mientras uno de los asesinos avanzaba para rematarlo. Yo aceleré y en dos segundos, desaparecí en la niebla.

            Los días que siguieron al asesinato, escuché las noticias de la radio, miré la televisión y me entretuve fisgoneando en los diarios. Buscaba alguna señal de lo presenciado, pero no apareció ni la más mínima noticia del tiroteo. Tiempo después, al urdir con más tranquilidad los recuerdos de aquella noche, deduje que el escenario estaba preparado, quiero decir, que esperaban al sujeto para matarlo. Que cómo lo sé, no es cosa del otro mundo, un par de detalles. No había taxis fuera del Torino, donde siempre hay tres o cuatro. Además, no se veía nadie en un restaurante que a esa hora debía rebosar de borrachos y prostitutas. Para mí está más que claro, señor juez, los asesinos sabían que el hombre llegaría a la estación esa noche y limpiaron el lugar antes de cometer el crimen.

            Pero la espera y el fisgoneo no duraron mucho. Una tarde aparecieron dos automóviles en mitad de la calle donde yo vivía. Ocuparon varios minutos en evaluar momento y lugar, luego bajó un grupo de cinco matones altos y bien vestidos. Con las armas en la mano, patearon la puerta de mi casa y entraron a punta de golpes, gritos e insultos.  Creí que nos iban a matar, pero el más cuerdo del grupo calmó a sus compañeros. Trataron mal a mi mujer y a los niños, eso me dolió más que las patadas y los golpes de culata. Andresito se agarró una tartamudez que todavía no se le quita y Adela, mi esposa, cada vez que alguien golpea la puerta con energía, comienza a temblar y no para hasta comprobar que es el cartero o el señor que toma el gasto de luz o agua. Esas son algunas de las consecuencias de aquella visita terrorífica, pero lo que quiero dejar en claro es otra cosa, señor juez: al ver actuar a aquellos hombres, reconocí a los mismos que mataron al pasajero del abrigo. El cimbrar de brazos y la leve cojera de uno de ellos, eran copia exacta de los movimientos del asesino que dio el tiro de gracia en la puerta de la estación.

            Me llevaron y mantuvieron por dos semanas con amarras en manos y pies, además de una capucha. No supe de días ni noches, intuía que cuando se escuchaban más ruidos: un vehículo que pasa a lo lejos, bocinazos, alguna remota conversación; era de día. Por el contrario, cuando el frío me cortaba los pies y había un silencio de subterráneo vacío, entonces era noche.  Cada cierto tiempo, me sacaban del calabozo para golpearme y hacer siempre las mismas preguntas: que a qué hora lo había ido a buscar, que dónde habíamos parado, que desde cuándo conocía al comandante, que quién más iba, que les diera nombres, direcciones.  Les dije lo poco que sabía, pero no se conformaban. Recuerdo con una mezcla de terror y asco, la vez que me trasladaron a patadas y empujones. “Aquí me matan”, pensé cuando me iban bajando del vehículo y sentí el metal contra mi cabeza. Caminé por pasillos que intuí siniestros, me tiraron a un calabozo en el que apenas cabía un camastro. Con las manos atadas a la espalda, pude tocar el muro de ladrillos sin estuco y la puerta de hierro. Luego llegaron dos hombres que, además de patearme, me desnudaron, escupieron y trasladaron a una pieza más grande donde se oían quejidos, susurros como de fantasmas y emanaba olor a meado, mierda y otra cosa que no pude reconocer en el momento. Años después, asocié ese olor con el de grasas y vísceras quemadas en los mataderos. Permanecí quieto, esperaba los golpes que podían venir de cualquier lado, pero lo que vino fue un chorro de agua fría, extremadamente fría. Pensé que mi cuerpo estaba tan hediondo que querían limpiarlo de alguna manera, sin embargo, me tomaron de los brazos y me ataron a una cama metálica. Comencé a temblar, no sabía si de miedo o de frío. Entonces vino ese golpe eléctrico largo, terrible. No supe si el dolor se ubicaba donde me habían puesto la picana o en todo el cuerpo. Grité como nunca en mi vida. De pronto, un golpe seco en la cabeza y una voz helada repitiendo que se me iba a olvidar, que me dejarían ir, pero se me olvidaría que estuve ahí y también lo del muerto, que irían por mí y mi familia si se enteraban que dije algo. Recibí otras dos descargas más fuertes pero cortas. Sólo mis gritos y esos quejidos apagándose, rompían el silencio de aquella noche infinita.

            Me lanzaron desde un vehículo al camino de San Miguel.  Llegué a mi casa la mañana del doce de julio. Mi mujer casi se desplomó al verme en la puerta.  Mis hijos no me reconocieron y yo no podía creer lo que veía en el espejo: cara huesuda, amoratada y unos ojos perdidos hacia el fondo de sus cuencas. Permanecí en cama por más de un mes y desde esa época, no sé cuántas veces, dormido o en vigilia, he oído la voz helada de aquel que me obligó al silencio. Todavía no puedo permanecer con la luz apagada, siento los olores del calabozo, los quejidos, los murmullos y los pasos de los carceleros. Nos mudamos a Concepción pensando en escapar, pero, como usted ha de saber, el miedo está adentro y va con nosotros a todas partes.

            Ahora, a doce años de ocurridos los hechos, estoy en san Cristóbal para cumplir con el mandato de mi conciencia. Como le dije al principio, sueño con el rostro de ese hombre y con las balas que lo acribillan. No me interesa encontrar a los desalmados que me torturaron, ni siquiera quiero saber quiénes son. Me preocupa la identidad del comandante, del pasajero del abrigo, que su familia sepa cómo murió y si es posible, que la policía averigüe donde están sus restos y se le sepulte como Dios manda. Le ofrezco detalles de su aspecto para un retrato hablado o buscarlo en archivos con fotos de personas desaparecidas. Reconocería su cara en cualquier parte. No miento cuando le digo que suelo verlo, que se me aparece en las multitudes del centro de Concepción, en la penumbra de algún cine, en la mesa de un bar de mala muerte. Usted debe pensar que estoy loco, pero no es así. Sé que es mi imaginación y más que mi imaginación, mi conciencia herida por el silencio de tantos años.

 

—Señor Rojas—dijo el hombre sentado detrás del escritorio—tomo constancia de las denuncias hechas por usted a este tribunal. Instruiré a la policía para que investigue acuciosamente los hechos. No está de más dejarle en claro que, en principio, no hay pruebas materiales de lo que usted dice haber presenciado: no aparece el cadáver, no se ha identificado a ninguno de los asesinos, no hay más testigos y tampoco se han encontrado pistas nuevas de los hechos referidos. Nos comunicaremos con usted para efectuar las diligencias que hagan falta. Los oficiales que están atrás, lo acompañarán a la salida.

            Antes de completar el expediente y despacharlo, el doctor Ariel Espinoza, Psiquiatra de turno en la clínica San Francisco, miró por la ventana hacia el patio de relajación, pensó en llamar a su mujer y pedirle que escogiera un restaurante para cenar esa noche, pero lo dejó para más tarde, optó por inclinarse sobre los papeles y anotar los últimos detalles de la porfiada paranoia de Luis Rojas Pereira, paciente supuestamente abandonado por su familia y encontrado una madrugada por la policía huyendo de perseguidores ficticios.

 

 





               UNA CARTA PARA AURORA BENÍTEZ

                                                               “porque te miro y muero

                                                                y peor que muero

                                                                si no te miro amor”

                                                                               M. Benedetti

 

         Me gustó a primera vista, destacaba por su color rojo ladrillo y un hermoso antejardín. Creo que fue una buena decisión escogerla, no sólo por lo bello y acogedor del lugar, sino por los hechos que fueron sucediéndose y otorgándole sentido y esperanzas a mi vida.

         Los primeros días me entretuve ordenando los miles de objetos que aparecen en una mudanza. Así encontré la caja de cartón sellada. Pensé en cachureos que yo mismo había olvidado desembalar, pero al abrirla supe que no era mía, sino de los antiguos ocupantes de la casa. Revistas, recortes de periódicos, papeles de cobranza y pago, pero sobre todo, cuatro fotos de una mujer bellísima adheridas con clips a un sobre sin remitente ni dirección y dirigido a una tal Aurora Benítez C. Tomé la carta con recelo, quizá presintiendo lo que estaba por venir y la leí con un fuerte sentimiento de culpa. Excepto por la omisión del saludo inicial y alguna otra cosa que poco o nada tiene que ver con esta historia, lo que a continuación reproduzco, es textual:

    ...Te escribo estas notas para desprenderme de los recuerdos que me torturan […]  El otro día te vi cerca del terminal de buses, caminabas de un lado a otro como si esperaras a alguien. Tenías el rostro demacrado y no lograbas disimularlo con esos gestos de falsa alegría. Ya no eres esa mujer altiva y perfecta, una “verdadera condesa”, decía Jorge que parecías. Ahora estás demacrada y ojerosa. Fingiste no verme, pero de tus movimientos nerviosos se desprendía la turbación. Algo habré aprendido a conocerte durante el tiempo que vivimos juntos, ¿no te parece?

         Todavía vuelvo a vivir, como en una pesadilla, tus palabras y la escena de la última noche, con la violencia que tenías reprimida desde el principio, o quizá de antes, cuando vivías esa vida pulcra, casi religiosa en casa de tus padres.  Rompiste sin motivo la vajilla que nos regalaron.

—Estoy cansada de ser tu sirvienta—me gritaste—lo recuerdo como si hubiera ocurrido ayer.

—¿Qué va a pasar con el niño?—te pregunté con esa voz temblorosa que nunca he podido evitar en los momentos difíciles.

—No pensarás que me lo voy a llevar—contestaste seca y definitivamente. 

Después vino el silencio, el silencio más hondo que me ha tocado vivir.  No hubo lágrimas, no hubo despedida.  Una gran mueca de desprecio te llenaba la cara cuando abriste la puerta y la cerraste para siempre.

         Los primeros meses fueron terribles. Buscaba y rebuscaba entre mis recuerdos sin sospechar cuál había sido mi error. Reconstruí paso a paso los momentos que me parecieron más importantes. Cuando nos conocimos, por ejemplo, en el café Pirandello. ¿Lo recuerdas? Nos encontramos varias veces en mesas contiguas y en el pasillo que daba a los baños. Pensé que era el destino o el mismo Dios quien nos reunía.  Yo fui el que dio el primer paso, lo demás sucedió rápido, creo que demasiado rápido. En tres semanas estábamos de novios y cuatro meses después nos casamos... 

         Algo pasó luego de nacido el niño, algo que aún no me explico. Nuestra convivencia comenzó a deteriorarse. Ya no hablábamos ni hacíamos el amor. Yo me culpé e hice lo imposible por no seguir cometiendo los errores que supuestamente cometía: trabajar mucho, llegar tarde, el trago con los amigos y sabrá Dios qué más.  Sólo al pensar y repensar el asunto y al calor de nuevos hechos que fui incorporando a mi experiencia, comprendí que no fui yo sino tú, quien se  equivocó…

         Supongo que supiste que Carlitos estuvo enfermo, pasó largo tiempo en el hospital. Hubo días en que pensamos que se  moría, pero gracias a Dios logró recuperarse.  Ahora está feliz.  Ni siquiera te recuerda. Lucia lo quiere como a su propio hijo. Es una buena mujer, nos ama y creo que nosotros también hemos aprendido a amarla.

  ...A pesar de lo que nos hiciste, la otra noche te hubiese invitado a pasar.  No porque te quiera todavía o te recuerde con cariño, es sólo por lástima. ¿Crees que no te he visto rondando mi casa o acercándote al niño en la puerta de la guardería? Así supe que estabas derrotada. Pero no te creas, no me encuentro feliz por el hallazgo ni mucho menos. Es desasosiego y tristeza lo que me revuelve el pecho. Justo lo que se siente cuando alguien muy querido, lentamente, se va muriendo…

         Pensé mucho en el destino de aquellos seres, luego, como pasa con todos los hechos y más dolorosamente con los del alma, fui olvidándome del asunto. Sin embargo, la vida me tenía preparada una sorpresa que cambió para siempre mi tranquilidad de soltero empedernido. Una tarde de fines de marzo regaba las matas del antejardín y la vi parada en la acera. Ella, la mujer de la foto. Su figura de modelo envuelta en una elegante bata azul contrastaba con los caserones altos como fortalezas y las fachadas antiguas y descoloridas del barrio Edén. Crucé la calle, me siguió con la vista sin mostrar gesto alguno, como si hubiese sabido lo que iba a ocurrir.

—¿Le gusta la casa?—pregunté.          

—Sí, es bonita—respondió.

—Me gustan las casas con antejardín—dije y pregunté—¿Apuesto que su nombre es Aurora?

—Sí, claro, pero ¿cómo lo sabe?—dijo visiblemente sorprendida.

—Es largo de contar, pero si toma un café conmigo, sería más fácil—dije. 

               Dudó unos segundos, luego movió la cabeza en señal de aceptación.

Observó con minuciosidad las hortensias blancas y rosadas del antejardín, el corte geométrico del pasto, el avance de las enredaderas por la reja y las murallas de la casa vecina. Hundió la vista en una grieta que cortaba el muro del pasillo. Pasó la mano por sus bordes, como si aquella quebradura tuviera algo que ver con su vida o trazara el mapa de su destino. Al principio no comprendí su actitud escrutadora, después adiviné: “se acerca a los que abandonó, a los que alguna vez vivieron entre esas paredes”.

Le ofrecí asiento y fui por el café.  Al regresar noté sus ojos llorosos:

—Estuvo llorando, perdóneme si he sido atrevido-dije.

—No es por usted, es por…

—Entiendo, entiendo—interrumpí—no tiene por qué dar explicaciones.

—Habíamos quedado en que me diría cómo es que sabe mi nombre…

—Sí, sí, por supuesto. Espéreme unos segundos-dije y fui por los papeles.

—¿Qué es?—preguntó sorprendida.

—Un sobre y las fotos que encontré. Perdóneme por leer la carta, ahí aparece su nombre.

—No se preocupe—dijo y fijó los ojos en las fotografías. 

            La observé con detención. Espalda tensa, recta, como si nunca descansara. Pasó su mano por el cabello, cambió las fotografías con movimientos equilibradamente lentos. Todo coincidía con la frase de la carta: “Una verdadera condesa”. De pronto el rostro le cambió de color y expresión. Terminó pálida y completamente inmóvil. Se veía venir un sollozo y no me atreví a interrumpir.

—No llore por favor—le dije—no debí…

No me dejó terminar, puso la carta y las fotografías a un lado del sillón. Salió gimiendo y cubriéndose el rostro con las manos. Quedé mal, estremecido por la honda pena que noté en su rostro, pensé que no volvería a verla, pero una semana más tarde, la encontré parada en el antejardín. Su rostro dejaba entrever cansancio y sufrimiento, a pesar de ello, me pareció más hermosa que la vez anterior. Hasta su modo de vestir era otro: pantalón de mezclilla, una camisa de corte masculino y unos zapatos groseramente sencillos. Pidió perdón por el mal rato de la visita previa. Su voz, como si hubiese llorado la noche entera, sonó mucho más grave que la primera vez. Me disculpé por la curiosidad enfermiza que arrastro desde la infancia, sin embargo, no pude dejar de fijarme en la mano derecha de Aurora. Sostenía un libro pequeño y ajado, apenas pude leer el título: El principito. Luego nos sentamos en el sofá y me olvidé por completo del libro, por lo menos hasta que las circunstancias le otorgaron el valor que realmente tenía.

Desaparecieron los últimos destellos del atardecer. Las fotografías de cuadros famosos que adornan la sala, adoptaron una rara invisibilidad.

—He inventado trucos para acercarme a Carlitos—dijo.

—¿Trucos?

—Me hice pasar por una tía en el jardín donde lo cuidaban.

—Se lo llevaron, ¿verdad?

—Sí, y no sé dónde.

—Si le puedo ayudar en algo…

—No, no puede—dijo y miró hacia el cielorraso y luego al piso de baldosas blancas y negras, como un tablero de ajedrez.

Habló de su trabajo, una especie de dama de compañía o algo parecido. También se refirió a su experiencia como mujer casada, fue la única vez que lo hizo:

—El encierro y el aburrimiento destruyeron mi autoestima—dijo—y llegó el momento en que no soporté más.

—Y tú marido, ¿qué hizo?

—Nada, no pudo hacer nada.

 Le narré mi vida solitaria, los compromisos que fracasaron antes de firmar cualquier papel y la esperanza de encontrar compañera, aunque después de los cuarenta... Las confesiones mutuas distendieron la conversación, derivándola hacia temas más gratos. Creo que no nos dimos cuenta del momento en que nos abrazamos. Todavía tengo reminiscencias de aquel perfume tenue y poderoso, del roce de su cabello, su piel y esas costumbres osadas en la cama. Estos últimos, no son detalles que se puedan olvidar fácilmente, menos para el despojo que era yo en aquella época. Hacía años que no dormía con una mujer, si es que alguna vez dormí con alguna, porque de mujeres anteriores no tengo memoria, excepto unos rostros difusos, habitaciones de motel barato o prostíbulo. Podría decirse que la experiencia previa sesga mi apreciación, pero así lo sentí y no voy a testimoniar otra cosa.

Regresó irregularmente. En algunas ocasiones se quedaba una semana y en otras, una sola noche. Nunca supe el día exacto en que iba a venir y creo que ella tampoco. Se dejaba llevar. Eso creí por mucho tiempo. Últimamente he llegado a pensar que Aurora, manejaba los encuentros, los tiempos, la relación completa. A Guillermo, colega con el que hemos trabajado durante años en la misma escuela, y que se caracteriza por su humor negro, le oí decir que “el amor es una farsa, una suma de máscaras y engaños”. En su momento lo tomé como una frase lanzada al azar en cualquier conversación, pero ahora creo que se aplica con precisión a mi caso. Son conjeturas, claro, sería muy difícil encontrar pruebas que avalen dicha hipótesis.

Supongo que ella y yo nos ayudamos mutuamente, nos necesitábamos. Le di dinero más que suficiente para solventar sus gastos, sentí que veía en mí un ser importante, alguien en quien podía confiar y por otro lado, su presencia alivió mi depresión que tomaba ribetes casi catastróficos. Aurora se comportó como una ventolera que lo revuelve todo. Mi trabajo como profesor en una escuela de las afueras. Hubo días en que simplemente no quise trabajar. Mis hábitos de lectura, mis paseos al atardecer, las reuniones del jueves con los amigos y mi costumbre de comer a la hora, desaparecieron. Comencé a esperarla y me frustraba al saber que no vendría. No me atreví a pedirle compromisos ni a confesarle nada. Me acostumbré a la incertidumbre, a un mundo con aspectos incontrolables, zonas oscuras que irrumpen y trastocan la vida en la luz.

Pero hubo algo que me mordí desde adentro: mi orgullo de macho dominante, mi crianza para ser el jefe. Acepté sin discutir sus decisiones y ni siquiera se me ocurrió contradecirla. Un hecho que arroja claridad en cuanto a sus manejos, ocurrió en período de vacaciones. Le propuse ir a la orilla del río después del almuerzo. Dijo que no, que sentía dolor de cabeza y otros malestares. Sin embargo, una vez terminada la comida, tomó mi mano y me llevó al mismo lugar donde la invité. Lo hizo, estoy seguro, como quien cede ante los requerimientos del amante caprichoso o el niño mal criado.

A pesar de los desencuentros, varias veces logramos ponernos de acuerdo e ir a la costa cercana, sobre todo a Constitución. Recorrimos sus calles estrechas, a medio camino entre pueblo y ciudad. Estuvimos en restaurantes caros o comiendo a la rápida en las cocinerías del mercado. Leímos novelas y poemas junto al mar. Para ella los libros eran otra forma de viajar. En una de dichas visitas, dijo convencida:

—La vida es un hermoso y terrible viaje.

—Sí—dije—terrible porque es un viaje que nos lleva a la muerte.

—No sólo eso, cada cierto tiempo pasamos por un callejón oscuro y nos apalean.

—Aún así, creo que vale la pena.

—También tiene momentos bonitos, no lo niego, pero a veces creo que se nos dan para que soportemos los palos—dijo y sus ojos me taladraban el rostro, se hundían en mi cerebro hasta el relieve sin forma del carácter.

—Por ejemplo, este viaje—dije, intentando obviar su mirada.

—Sí, claro, un viaje para olvidarse del otro, del que realmente importa—dijo y se dio vuelta, como quien termina de instruir a un lacayo ignorante y se marcha.

 Excepto por las cosas que logré deducir de las muchas conversaciones que mantuvimos, yo desconocía el pasado y su vida cuando no estaba conmigo. No me dijo donde vivía, no me habló de amistades ni parientes, tampoco del lugar donde transcurrió su niñez y primera juventud. Admiré la manera como defendía la zona secreta de su vida. La dulzura y firmeza utilizadas no sólo aliviaron mi curiosidad, le agregaron un toque de locura y misterio a nuestra relación.

Cierta madrugada, después de hacer el amor, me confesó uno de sus anhelos más preciados: “pasar días, semanas enteras, meses leyendo en cafés de Madrid o Barcelona”. Al parecer los había visto en revistas de viajes, en programas televisivos y le parecían fascinantes, sobre todo los instalados en casas o edificios antiguos, milenarios. Mientras miraba fijamente el cielorraso, dijo que algún día no lejano los visitaría y estuve a punto de decirle que lo planeáramos con tiempo y fuéramos, pero le tuve miedo a su franqueza, a que me dijera de frentón que su deseo no me contemplaba.

La última gran sorpresa tuvo lugar en casa. Corría la última semana de marzo, 1997. Llegó con un pequeño regalo envuelto en papel brillante:

—¡El principito!—exclamé conmovido.

—Sí, estuvo conmigo los últimos diez años—dijo—Está viejo, sucio y rayado en las orillas, le agregué comentarios y más dibujos. Ojala te guste.

—No, no puedo aceptarlo—dije.

—Por favor, me gustaría que lo conservaras.

Aquellas palabras, la expresión del rostro y sus gestos, fueron, ahora lo sé, su manera de decir adiós. Esa noche no pegué los ojos, me dormí al amanecer. Desperté cerca del medio día y aurora no estaba a mi lado. La busqué desesperadamente. Recorrí cafés, bares, residenciales, tiendas, tugurios de todo tipo, y nada. Cuando ya había perdido las esperanzas, un hombre reconoció la foto y me dio la dirección de un hotel barato.

—¿La conoce?—pregunté.

—Sí, es cliente habitual del hotel.

—¿Ha venido la última semana?

—No, me debe dinero y hace meses que no aparece.

—Habrá ido en busca de su hijo.

—¿Hijo?, que yo sepa no tiene hijos y la conozco hace años.

—Si Aurora aparece a dormir ¿podría avisarme a este número?—dije, y le estiré una tarjeta.

—Dormir, aquí lo menos que se hace es dormir—dijo—además, que yo sepa su nombre no es Aurora, sino Denisse.

—¿Está seguro que hablamos de la misma persona?—le pregunté mostrándole la foto.

—Sí, la conocería con los ojos cerrados—dijo riéndose.

Salí del hotel con la derrota impregnada en todas las células del cuerpo y dispuesto a destruir hasta el último recuerdo de aquella mujer.